Dalí desde adentro

Mucho se ha escrito sobre el máximo exponente de la pintura surrealista. Todos admiramos su capacidad pictórica y su prodigiosa imaginación. Sin embargo, para entender realmente la psicología de este gran artista recomiendo leer “Diario de un genio”, escrito por él mismo y publicado por TusQuets Editores.

Personalmente, mi primer contacto con su obra fue en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, en donde se exhibe su cuadro más famoso “La Persistencia de la Memoria”.

Motivada por saber más de él, durante la época en la que viví de España decidí visitar su casa en Port Lligat, al norte de Cadaqués, en la Costa Brava, en donde vivió y pintó regularmente hasta la muerte de su mujer, Gala, en 1982. La casa fue abierta al público en 1997.

Fue allí donde descubrí que la luz, las rocas y el paisaje del lugar ejercieron una gran influencia en la obra del pintor.

Casa-museo Dalí (Port Lligat)

La casa está formada por un conjunto de barracas de pescadores, compradas en distintas etapas, que Gala y Dalí estructuraron de forma laberíntica y decoraron a lo largo de más de 40 años, desde finales de 1930 hasta los años 70.

Su locura se refleja desde la entrada misma, en donde los visitantes son recibidos por un gran oso disecado. tres sillitas de distintos tamaños adornan el comedor.

Especialmente interesante es ver el estudio donde Dalí pintaba y el pequeño cuarto en donde almacenaba sus pinturas.

En la habitación principal hay dos camas, lo que hace pensar que Gala y Dalí no dormían juntos, al menos, no siempre. Y en la casa hay una sala circular que era de uso exclusivo de Gala.

Desde la terraza en el último piso se observan hermosas vistas del mar. En el techo hay dos cabezas y un singular jardín.

Para visitar la casa museo es necesario hacer cita y comprar con antelación los boletos (que cuestan 11 euros) en la siguiente página: http://www.salvador-dali.org/museus/es_index.html

Teatro-Museo Dalí (Figueres)

Otra visita necesaria para conocer mejor al genio es el Teatro-Museo Dalí, ubicado en Figueres. Es considerado el mayor objeto surrealista del mundo ya que, en efecto, el lugar no hace ningún sentido de principio a fin.

En una sala de la primera planta se encuentra el famoso sillón en forma de boca diseñado por Dalí. Subiendo unas pequeñas escaleras si se observa el conjunto a través de una lente especial, es posible distinguir un rostro humano formado por el sillón, dos cuadros que hacen las veces de ojos y una chimenea curva en forma de nariz.

De especial belleza es un mural de dos pies pintado sobre el techo de una de las salas, que refleja la admiración de Dalí por el arte renacentista. Hay también varios cuadros de su musa: Gala.

En el lugar se exhiben toda clase de esculturas surrealistas (casi de mal gusto) y en medio del jardín hay un coche que en el interior tiene plantas artificiales y una pareja de maniquíes mojada constantemente por chorros de agua que caen del techo del coche.

A mi gusto, lo más rescatable del lugar es la pintura “Gala mirando al Mediterráneo” que, si se ve a una distancia de 20 metros, se transforma en el retrato de Abraham Lincoln.

A lado del teatro se encuentra el espacio Dalí•Joyas, que exhibe la colección de 37 joyas de oro y piedras preciosas diseñadas por Dalí entre los años 1941 y 1970.

Es allí, en una pequeña sala oscura, en donde se encuentra sepultado el cuerpo del gran Salvador Dalí.

Diario de un genio

Luego de leer su diario, aunque continúo admirándolo profundamente como pintor, su megalomanía y otras rarezas lo hicieron caer de mi gracia como persona. Claro, que sólo él supo dónde acababa el genio y dónde empezaba el loco. A continuación reproduzco algunos fragmentos interesantes (o graciosos) de su diario, que escribió de 1952 a 1964 y que dedicó a su esposa, a quien describe como “mi genio, Gala, Gradiva, Helena de Troya, Santa Helena, Gala Galatea Plácida”.

Dalí empieza así su libro:

Para escribir lo que sigue calzo zapatos de charol por vez primera desde hace mucho tiempo, zapatos que no consigo llevar por mucho tiempo, pues me aprietan terriblemente. Suelo ponérmelos antes de empezar una conferencia. El doloroso constreñimiento que ejercen sobre mis pies tiene la virtud de acentuar al máximo mis facultades de orador. Este tormento agudo y agobiante me hace cantar como un ruiseñor, o como uno de estos cantantes napolitanos, que siempre calzan zapatos estrechos. La porfía física visceral, la tortura avasalladora provocada por mis zapatos de charol, me fuerzan a derramar palabras repletas de verdades condensadas, sublimes, engendradas, gracias a la suprema inquisición de dolor que padecen mis pies. Me pongo, pues, los zapatos y empiezo a escribir de forma masoquista y sin apresuramientos, toda la verdad acerca de mi expulsión del grupo surrealista…

Sobre sí mismo:

España ha tenido siempre el honor de ofrecer al mundo los más altos y violentos contrastes. Estos contrastes los encarnan en el siglo XX dos personas: Picasso y este humilde servidor. Los acontecimientos más importantes que pueden sucederle a un pintor contemporáneo son dos. 1. Ser español. 2. Llamarse Gala Salvador Dalí. Ambas cosas me han ocurrido a mí. Como mi propio nombre – Salvador – indica, estoy destinado nada menos que a salvar la pintura moderna de la pereza y del caos. Yo me llamo Dalí, que en catalán quiere decir deseo, y tengo a Gala. Picasso, cierto, también es español, pero sólo tiene de Gala una sombra biológica en el extremo de la oreja, y se llama solamente Pablo, como Pablo Cassals, como los papas, es decir, que se llama como todo el mundo.

Es difícil acaparar la atención del mundo más de media hora seguida. Yo he conseguido hacerlo durante más de veinte años, sin decaer un solo día. Mi lema ha sido: “que se hable de Dalí, aunque se hable bien”. Durante unos 20 años he logrado que los periódicos publiquen las noticias más fantásticas de nuestra época.

Me repito una vez más, pues si yo no lo repitiera, no veo quién se encargaría de hacerlo, que, desde mi adolescencia he cogido el vicio de considerar que todo me está permitido por el hecho de llamarme Salvador Dalí. Desde entonces, y hasta ahora, me he portado siempre de la misma manera, y me ha ido la mar de bien.

Si, en esta época de casi-enanos, el colosal escándalo de haber nacido genio nos permite no ser lapidados como perros o no morir de hambre, sólo a Dios se lo deberemos.

En mi interior, tengo la sensación ininterrumpida de que todo lo que afecta a mi persona y a mi vida es único, y que siempre está marcado con un sello excepcional, total y truculento. Mientras desayuno, veo salir el sol y caigo en la cuenta de que, como Port Lligat es, geográficamente, el punto más oriental de España, cada mañana soy el primer español en recibir la caricia del sol.

Sobre sus bigotes:

En tres días terminé de asimilar y digerir a Nietzche. Finalizada tan opípara comida, sólo me faltaba abordar un detalle de la personalidad del filósofo, un último hueso que roer: ¡sus bigotes! Más tarde, Federico García Lorca, fascinado por los bigotes de Hitler, proclamaría que los “bigotes constituyen la constante trágica del rostro del hombre”. ¡Hasta en los bigotes iba yo a superar a Nietzche! Los míos no serían deprimentes, catastróficos, repletos de música wagneriana y de brumas. Serían afilados, imperialistas, ultrarracionalistas y apuntarían hacia el cielo, como el misticismo vertical, como los sindicatos verticales españoles.

Sobre Hitler:

Ante la insistencia de algunos de mis más íntimos amigos surrealistas, tuve que borrar de su brazal la cruz gamada. Jamás hubiera sospechado la emoción que esta cruz suscitaba. Yo estaba hasta tal punto obsesionado con ella que concentré mi delirio en la personalidad de Hitler, que en mi fantasía se me aparecía siempre transformado en mujer. A mí me fascinaban las caderas blandas y rollizas de Hitler, siempre tan bien enfajadas en su uniforme. Cada vez que empezaba a pintar la correa de cuero que, partiendo de su cintura, pasaba al hombro opuesto, la blandura de aquella carne hitleriana, comprimida bajo la guerra militar, suscitaba en mi tal éxtasis gustativo, lechoso, nutritivo y wagneriano que mi corazón palpitaba violentamente, una emoción tan rara en mí que ni siquiera me ocurría en la práctica del amor. La carne rolliza de Hitler, que me la imaginaba como la más divina carne de una mujer de cutis blanquísimo, me tenía realmente fascinado. Consciente, a pesar de todo, de la naturaleza psicopatológica de semejante sucesión de arrebatos, yo me repetía, arrobado, a mis propios oídos: ¡Esta vez sí, esta vez creo que rozo por fin la auténtica locura!

Su primera composición literaria (un cuento que escribió a los siete años):

Una noche a finales de junio, un niño se pasea con su madre. Llueven estrellas fugaces. El niño recoge una y la lleva en las palmas de las manos. Llega a su casa, la deposita sobre la mesa y la aprisiona dentro de un vaso puesto al revés. Por la mañana, al levantarse, deja escapar un grito de horror: ¡un gusano, durante la noche, ha roído su estrella”.

Sobre La Encajera de Vermeer

Yo estaba obsesionado de una manera realmente delirante por el cuadro “La Encajera” de Vermeer», de la que una reproducción colgaba del despacho de mi padre. De joven, en París, se me extravió una reproducción de La Encajera; pues bien, me puse enfermo y no pude comer hasta que encontré otra.

Más tarde, solicité permiso al Museo de Louvre para sacar una copia de este cuadro. Una mañana llegué al Louvre pensando en los cuernos de un rinoceronte. Con gran sorpresa de mis amigos y del director del museo, yo dibujaba sobre mi tela cuernos de rinoceronte.

Una de sus rarezas:

Comemos moscatel. Siempre me imaginé que un grano de moscatel colocado cerca de los oídos debía producir una especie de música. Por lo tanto, después de comer, tengo la costumbre de introducir un grano de esta clase de uva en mi oído izquierdo. El frescor que me procura me arrebata, y sueño ya con utilizar el misterio de este arrebato.

Convertido en un pez

Me vi obligado a interrumprime por culpa de un enjambre de grandes moscas que el hedor del cadáver del pez había atraído. Las moscas volaban de la podredumbre a mi rostro y a mis manos, obligándome a redoblar la atención y la habilidad, puesto que, además de las dificultades inherentes a mi trabajo, debía permanecer insensible a sus picadas y proseguir imperturbable la tarea de perfilar un rasgo, o contornear sin pestañear una escama en la que precisamente una mosca, presa del frenesí, había quedado atrapada. Otra mosca se emperraba en posarse en la grieta de mis labios. Sólo podía alejarla moviendo las comisuras de los labios a pequeños intervalos, haciendo un rictus violento pero lo bastante armónico como para no interferir en las pinceladas que daba mientras contenía la respiración. A veces, incluso, retenía el insecto, sin hacer el menor intento de alejarlo, hasta que me daba cuenta de que se debatía encima de mi grieta.

Por consiguiente, no fue este prodigioso martirio lo que me obligó a detenerme, ya que, por el contrario, el problema sobrehumano de pintar así, devorado por las moscas, me fascinaba y me llevaba a realizar prodigiosas desgtrezas que no hubiera sido capaz de hacer sin ellas; ¡no!, lo que me decidió fue el olor a pez, tan hediondo que a punto estuve de vomitar el desayuno. Me vi obligado a alejar el modelo, y empecé a pintar mi Cristo, pero al momento todas las moscas, hasta entonces repartidas entre el pez volador y yo, se concentraron sobre mi piel. Yo estaba completamente desnudo y tenía el cuerpo rociado con el contenido de una botella de fijador que se había derramado. Supongo que era este líquido lo que las atraía, pues soy de natural más bien limpio. Cubierto de moscas, seguí pintando cada vez mejor, defendiendo mi costra con la lengua y el aliento. Con la lengua humedecía y sostenía la película exterior que parecía a punto de despegarse. Con mi aliento, la secaba, adaptando mis aspiraciones al ritmo de mis pinceladas. La costra estaba muy seca, y la intervención de la lengua no hubiera bastado para despegar una fina lámina, si no me hubiera ayudado de una mueca muy convulsiva. ¡Lo curioso del caso es que esta fina lámina poseía exactamente la calidad de una escama! Repitiendo la operación al infinito, llegaría a desprender de mi cuerpo cantidades inmesas de escamas de pez. Mi grieta era una auténtica cantera de escamas parecidas a la mica. En el momento en que quitaba una, nacía otra nueva inmediatamente en la comisura de los labios.

He escupido la primera escama en mi rodilla. Oh, suerte increíble, he tenido la impresión ultrasensible de que me picaba, de que se me pegaba a la carne. De pronto, he dejado de pintar y he cerrado los ojos. He necesitado de todo el dominio de mí mismo para permanecer inmóvil, tantas eran las moscas activísimas que me cubrían el rostro. Angustiado, mi corazón se ha puesto a palpitar a un ritmo acelerado y he comprendido de pronto que me identificaba con mi pescado podrido, del que sentía ya toda la característica rigidez.

¡Oh, Dios mío, me estoy convirtiendo en un pez!, me he puesto a gritar. Dos pruebas de la verosimilitud de esta idea me asaltaron de pronto. La escama de la grieta me escocía la rodilla y se multiplicaba. Sentía que mis muslos, uno tras otro, y mi vientre se cubrían de escamas. Quise gozar intensamente de este prodigio y mantuve los ojos cerrados durante un cuarto de hora. Ahora, me dije todavía incrédulo, voy a abrir los ojos y me encontraré convertido en un pez. Estaba bañado en sudor, y la tibieza del sol poniente inundaba mi cuerpo. Finalmente, levanté los párpados… ¡Oh! ¡Estaba cubierto de escamas fulgurantes». Pero al momento comprendí el motivo: no eran más que las salpicaduras secas de mi fijador cristalizado. Este fue el momento elegido por la criada para hacer su aparición. Me traía la merienda, pan tostado con aceite de oliva. Al verme, resumió la situación:

-¡Está mojado como un pez! ¡Además, no acabo de comprender cómo puede pintar así, crucificado por las moscas!

Me quedé solo, sumergido en mis fantasías hasta el crepúsculo. ¡Oh, Salvador, tu metamorfosis en pez, símbolo del cristianismo, no ha sido, gracias al suplicio de las moscas, más que una forma típicamente daliniana y demencial de identificarte con tu Cristo mientras lo pintabas!

Nota: También es posible ver algunas de sus obras en el Museo Reina Sofía de Madrid.

Acerca de Giselle Habibi

Autora del libro Danza Oriental en Egipto, periodista, traductora, músico, bailarina y profesora de danzas del mundo árabe.
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